miércoles, 19 de febrero de 2014

Mentiras y alambradas

Hay algo de efectos mucho más profundos que la manipulación, incluso que la mentira. Anders, Pasolini, Alba Rico nos han hablado de ello en diferentes momentos desde que, a mediados del siglo XX, una parte de la humanidad se convirtió en consumidora compulsiva de un ingente número de mercancías, incluida la mercancía televisiva. “En vez de recorrer nosotros mismos los caminos, ahora es el mundo el que nos «recorre»”, señalaba Anders. “Ningún centralismo fascista ha logrado lo que el centralismo de la civilización de consumo”, escribía Pasolini. Y Alba Rico caracterizaba la nueva psicología del consumidor como de “máximo sentimentalismo y máxima indiferencia”. Estos tres autores nos alertan, en definitiva, de la generalización de una percepción de los hechos sociales caracterizada por la ausencia de memoria, de imaginación y de responsabilidad.

No es culpa de los medios de comunicación ni del Ministerio del Interior que no conozcamos la verdad. Porque sabemos la verdad. Sabemos que más de 20.000 personas se han ahogado en la frontera sur desde el año 1988. Sabemos que otras miles permanecen desaparecidas. Nos consta que su “desgracia” no responde a designios divinos: los violentos dispositivos fronterizos o los naufragios por la voluntad policial de impedir el paso son noticia recurrente. Conocemos incluso la existencia de naufragios en alta mar de los que nadie da cuenta, producto de rutas cada vez más largas y peligrosas para sortear la militarizada frontera. Sabemos también que los barcos de la OTAN han dejado morir a inmigrantes en alta mar. Y no nos cabe ninguna duda de la connivencia entre los cuerpos policiales españoles y norteafricanos, sea para disparar balas contra los cuerpos de quienes saltan la valla –en el año 2005–, para disparar balas de goma contra quienes nadan hacia una playa o para abandonar en el desierto a inmigrantes detenidos en redadas en Marruecos o Argelia. Sabemos también que los cuerpos policiales marroquíes y argelinos –nuestros socios– violan sistemáticamente a las mujeres que transitan hacia Europa.

Dentro de nuestras fronteras sucede algo parecido. La muerte de Osamuyi en un vuelo de deportación, asfixiado por la mordaza policial, fue publicada en todos los medios. ¿Y quién puede ocultarnos que existen Centros de Internamiento de Extranjeros en el Estado español? Conocemos su existencia, y también sabemos que personas encerradas en sus muros mueren: Samba murió en el CIE de Aluche; Mohamed, Idrisa y Alik, en el de Zona Franca. Cada muerte salió en todos los periódicos. Como también son públicas las decenas de informes que demuestran las atrocidades cometidas en el interior de estas cárceles racistas.
De las redadas no hace falta que nos informen los medios de comunicación. Basta caminar por las calles para verlas, basta circular por las estaciones de trenes o autobuses, o por determinados barrios, para saber que el ministro de turno –cuando las niega– miente. Su mentira –en este caso– sólo puede poner en evidencia a Alfredo Pérez Rubalcaba o a Jorge Fernández Díaz.

Precisamente porque ya sabemos, he renunciado hasta ahora a sumar palabras a la efervescencia mediática en torno a Lampedusa y Ceuta. Todo el mundo sabe la verdad. Y acumular escritos que hablan de los centenares de muertos en aguas italianas o de las quince personas asesinadas en la colonia española en Marruecos puede provocar un efecto perverso: que pensemos que Lampedusa y Ceuta –fruto de esta atención desmedida– son una anomalía. Que la frontera sur europea funciona normal y pacíficamente y que, de vez en cuando, operan la bajeza moral y la violencia policial, y es entonces cuando se produce un trágico accidente y un terremoto político. Pero es al contrario: la anomalía en la frontera sur sería que hombres y mujeres migrantes la cruzaran de sur a norte con la misma naturalidad con que millones de turistas, militares, diplomáticos, cooperantes y empresarios europeos y españoles la cruzan de norte a sur. La normalidad es que los policías disparen y las personas migrantes mueran. La normalidad es que se hundan las embarcaciones y no reciban socorro. La normalidad son los muros y las alambradas. Si Lampedusa y Ceuta fueran la anomalía, sería imposible contar decenas de miles de cadáveres en la frontera.
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Hay algo mucho más profundo que la mentira. Pero no minusvaloremos los efectos de ésta. A veces la mentira es tan obscena, tan rastrera y despreciable, que no queda otra que abandonar el silencio para combatirla.

El lunes pasado el diario El País titulaba en su portada: “30.000 subsaharianos preparan el salto a Europa por Ceuta y Melilla”. El subtítulo tampoco tenía desperdicio: “Los intentos de entrada «desestabilizan y crean alarma social»”. La fuente en la que se basa El País para redactar su principal noticia de portada –semana y media después de las quince muertes en Ceuta– es un informe de “la inteligencia española” que señala la “enorme presión migratoria” en torno a las “dos ciudades españolas”. Organizaciones criminales, saltos masivos, empleo de la violencia por los subsaharianos, son algunas de las perlas de la ejemplar portada.

No nos escandalicemos. Esta portada tampoco es anómala o excepcional. Ya hace más de una década –en el año 2003– el Consejero de Economía canario había declarado en los medios: “O creamos allí una zona de prosperidad o nos invaden 20 millones de africanos”. En 2006, El País y muchos otros medios se sumaron con furor a la campaña política y mediática que colocó en portadas y noticiarios a la llamada “crisis de los cayucos”. Dicha campaña convertía la llegada de inmigrantes a Canarias en un grave problema demográfico. Y al calor de dicha campaña, el gobierno español –el de Zapatero y Rubalcaba–  aprobó el Plan África, un plan –palabrería aparte– diseñado para militarizar y externalizar la frontera y para utilizar la excusa de la inmigración ilegal para promover intereses neocoloniales en África. Intereses pesqueros e intereses petrolíferos y gasísticos formaban parte de aquella “ofensiva” diplomática y comercial.

¿Cuántos migrantes llegaron a Canarias en 2006? Precisamente treinta mil, el mismo número que ahora –según El País y la “inteligencia española”– aguardan el salto por Ceuta y Melilla. Desparramemos un puñado de cifras: en 2006 vinieron a España más de 400.000 inmigrantes, lo que convertía en residuales a las treinta mil entradas por Canarias. Y es que en el período 2000-2008 entraron en el Estado español más de 5 millones de inmigrantes, con llegadas anuales –en algunas ocasiones– de más de 700.000 personas. En el año 2006 visitaron Canarias 9,5 millones de turistas. ¿Y treinta mil inmigrantes eran un grave problema demográfico?

Actualmente hay más de 6 millones de inmigrantes en el Estado. Si exceptuamos Marruecos, el número de inmigrantes con tarjeta de residencia procedentes del continente africano es del 4,5 por ciento. El otro 95,5 por ciento procede de otros continentes. ¿Cuál ha sido la avalancha subsahariana por la frontera sur? A lo largo de todo el año 2012, último año del que ha aportado cifras el Ministerio del Interior, las entradas de inmigrantes por Ceuta y Melilla, en todo un año, no llegaron a las 3.000.
Las cifras de El País dañan la inteligencia.

La “inteligencia española” es la misma que disparó las balas de goma.

Eduardo Romero es coautor del libro Qué hacemos con las fronteras. miembro de la Asociación  Cambalache y de su Grupo de Inmigración. Participa en la iniciativa asturiana "Ruta contra el racismo y la represión", y es autor de varios libros editados por Cambalache: Quién invade a quién. Del colonialismo al II Plan África (2011), Un deseo apasionado de trabajo más barato y servicial. Migraciones, fronteras y capitalismo (2010), A la vuelta de la esquina. Relatos de racismo y represión (2008), y Quién invade a quién. El Plan África y la inmigración (2007). También ha participado en las obras Frontera Sur (Virus, 2008), y Si vis pacem. Repensar el antimilitarismo en la época de la guerra permanente (Bardo Ed. 2011). Colabora además en la publicación feminista La Madeja.
Para más información, esta entrevista con Eduardo Romero, y este extracto del libro.

(publicado en El Diario)

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